Samuel Ortega: familia es familia

jueves, junio 14, 2018



Luego de haberse entrenado en dos de las cocinas más prestigiosas del mundo, el chef ecuatoriano volvió a Saraguro, su pueblo natal, y junto a su familia abrió Shamuico, uno de los restaurantes gastronómicos más interesantes del país.

En lugar de llevar útiles escolares, en su mochila llevaba tomates de árbol, una funda con panela, un cuchillo y una cuchara. A la hora del recreo, Samuel Ortega,  Shamu, como lo llamaban de niño, se instalaba en el patio, hacía un corte en los tomates como si les abriera una tapa, les metía una cucharada de panela y revolvía el interior. Era un dulce simple y sabroso que en casa le preparaba su mamá y que él replicaba en la escuela Fray Cristobal Zambrano, en Saraguro, para ganarse unos sucres vendiéndolo a sus compañeros.

-Con eso no quiero decir que desde siempre me interesó la cocina, pero creo que siempre me interesó la idea de crear algo y convertirlo en un negocio.

Al hablar, Samuel Ortega mantiene una sonrisa leve, medio pícara, medio infantil, que refleja su carácter afable. Se formó en España y trabajó sin descanso durante quince años en diversas cocinas, incluidas las de El Celler de Can Roca y El Bulli, dos de los mejores restaurantes del mundo. Hoy, a sus 30 años, tiene algo de tiempo para, la mañana de un sábado de noviembre, ir a tomar un jugo de horchata con sábila en el mercado del pueblo. A pocas cuadras de ahí, frente al parque central, los cuatro cocineros que trabajan con él preparan una nueva jornada en Shamuico, el restaurante de alta cocina que junto a su familia abrió hace cinco años. Visto con la frialdad de las estrategias de mercado, ese restaurante gastronómico basado en productos locales podría parecer un despropósito o un capricho por estar ubicado en ese pequeño pueblo indígena de la provincia de Loja no particularmente reputado como destino turístico. Por fuera de esa lógica, Shamuico significa, para el cocinero y su familia, una familia de origen campesino que tuvo que emigrar y gracias a eso aprendió otras cosas del mundo, nada menos que la edificación de un hogar. La vuelta a casa.

***

El señor Samuel Ortega, padre de Samuel y de otros cuatro hijos, trabajó durante varios años en proyectos de desarrollo en las organizaciones Hanns Seidel y Plan Internacional, que por mucho tiempo se instalaron en Saraguro. De esa experiencia, y de las lecturas que realizaba, le quedó la costumbre de seleccionar frases de motivación, escribirlas en pedazos de cartulina y pegarlas en las paredes de su casa para incentivar el optimismo de sus hijos. Al extenderse la crisis económica de finales del siglo pasado, el señor Ortega se quedó sin trabajo y tuvo que irse a España. A inicios de 1999 llegó al sur de ese país, a la región de Murcia, donde los paisanos que ya vivían ahí solían aplacar la dureza de la emigración con dramáticas dosis diarias de llanto y borrachera. Él, un hombre optimista y emprendedor, no quería ese ambiente para su familia, que debía unírsele más adelante, por lo que decidió instalarse en Serra de Daró, un pequeño pueblo en la provincia de Gerona, Cataluña, donde no había ecuatorianos ni otros latinoamericanos, y donde todo el mundo hablaba el catalán. Sentirían el vacío, pero solo así lograrían realmente impregnarse de otra cultura.

Para mediados de 2001, Purita Cartuchi, la madre de la familia, y sus hijos Carmen, Samuel, Mariana e Imad, se unieron a don Samuel. Toa, la mayor de los hermanos, gracias a la ayuda de sus padrinos había cumplido, un año antes, su sueño de ir a Francia para estudiar arquitectura. Los Ortega habían emigrado y de repente iniciaban una nueva vida en lugares desconocidos.

Los padres a sus empleos de asistencia doméstica y los chicos a los estudios, pero para Samuel eso siempre había sido un martirio.

-Nunca me gustó la educación formal, siempre busqué la manera de escapar del sistema educativo.

Un año más tarde, la familia se mudó a La Bisbal, un pueblo cercano en la misma provincia. Samuel Ortega cumplió quince años, terminó el cuarto curso y abandonó el colegio. Entonces llegó el primer encuentro con el mundo de la restauración. Fue a pedir trabajo como mesero en Mas Pastor, un restaurante cerca de su casa, pero le dijeron que había un problema, su pelo largo. Siguiendo la tradición de su pueblo, Ortega llevaba una jimba que casi le llegaba a la cintura. Algún encontrón había tenido en la escuela porque los muchachos se la estiraban, y al momento de solicitar su primer trabajo, la más vistosa seña estética de su cultura le había significado un obstáculo. Sorpresivamente, dos semanas más tarde lo llamaron. “Te necesitamos, ¿pero cómo resolvemos el asunto del pelo?”, le dijeron. “No hay problema, ya me lo corté”, respondió él. Samuel Ortega quería trabajar. No pensó demasiado y se hizo cortar la trenza que había dejado crecer desde que nació.

Un día, a su hermana menor, Mariana, le entregaron en el colegio un folleto que promocionaba formaciones de dos años para quienes, como Samuel, decidían retirarse de los estudios. Había la opción de cocina en la Escuela de Hostelería y Turismo de Gerona. Sin tener muy claro a lo que se metía, Ortega se inscribió para el siguiente ciclo. A los 19 años empezó su formación como cocinero.

Al terminar el primer nivel, su tutor, Salvador Brugués, que veía en él algún talento, le consiguió un trabajo como ayudante de cocina en la división de catering de El Celler de Can Roca, el prestigioso restaurante de los hermanos Roca pionero en replantear la cocina tradicional catalana con técnicas modernas. El principiante Ortega iniciaba su carrera en un restaurante con dos estrellas Michelin y del cual la prensa especializada decía que sus platos “podrían estar en el Guggenheim de Bilbao o en el MOMA de Nueva York.”

Rápidamente, llegó el vértigo. Al iniciar su primera temporada de verano como jefe de la sección de entrantes, teniendo que preparar alrededor de 160 platos de la más fina gastronomía en jornadas que iban de ocho de la mañana a tres de la mañana del siguiente día, el novel cocinero estuvo a punto de quebrarse.

-No podía más, el trabajo me superaba, yo parecía un palillo de lo flaco que estaba porque no tenía tiempo ni para comer.

Habló con su papá, le dijo que iba a abandonar, pero el señor Ortega le dijo que no, que tenía el compromiso de terminar los tres meses de esa temporada, y entonces debió evocar las frases que decoraban las paredes de la casa en Saraguro, en particular algo que funcionaba como un mantra, las tres ces: constancia, curiosidad, calidad.

Ortega resistió, y ahora que ríe al recordarlo, sabe que ese trance, la porfía de su papá, fueron definitivos.

-Si hubiera abandonado, mi vida habría cambiado mucho.

Terminó sus estudios y se graduó entre los mejores, y como premio obtuvo una pasantía de seis meses en El Bulli, el restaurante de Ferran Adrià, el lugar sagrado de la gastronomía mundial. Era 2007 y ese año El Bulli fue considerado el mejor restaurante del mundo según la lista que anualmente elabora la revista inglesa Restaurant. Era la época fastuosa en que se buscaba convertir a cualquier alimento en una espuma, una esfera, un aire o una gelatina, experimentos emblemáticos de la cocina molecular. Como ayudante en la sección de entrantes, Ortega aprendió las técnicas más vanguardistas y utilizó la tecnología más avanzada, y aprendió, también, cómo eran las cosas en la estratósfera: el menú de degustación de El Bulli incluía 45 platos, lo preparaban 70 cocineros y lo servían 30 meseros a apenas 50 clientes que pagaban 250 euros sin contar las bebidas.

Tras ese periodo en la cúspide, aterrizó en un mercado laboral más realista. Trabajó como ayudante de cocina en Botic, un restaurante que acababa de abrir cerca de La Bisbal enfocado en replantear recetas tradicionales catalanas con productos locales y técnicas modernas. Al año de apertura, el restaurante recibió su primera estrella Michelin. Ortega tomaría a Botic, más aun que al Celler y al Bulli, como el principal referente de Shamuico.

Su primera experiencia como chef la tuvo en La Fundició, un restaurante de Girona para el que trabajó desde la apertura. Buscó volver a lo más sencillo y reducir las florituras moleculares y, más importante, exploró lo que en su memoria había de comida ecuatoriana. El cocinero que era entonces se había forjado en Cataluña y la cocina de su país natal no era más que un puñado de recuerdos.

-Nunca había cocinado un ceviche, pero había comido un ceviche, entonces sabía que podía recrear esos sabores.

Ortega recordaba que cuando con su mamá iban a vender hortalizas en Loja, al terminar la venta, a eso del medio día, comían los últimos ceviches, bastante entibiados, que una vendedora ofrecía desde muy temprano. Por eso lo que propuso en La Fundició fue un ceviche caliente de corvina. Y funcionó, como también funcionó la versión del caldo de fiesta, un consomé de res tradicional de las festividades de Saraguro que él recreó con rabo de toro.

Así fue entendiendo que en la cocina que él quería, que él podía hacer, se juntarían memoria e ingredientes locales para lograr platos capaces de contar historias. Y eso no es precisamente lo que hoy se denomina nueva cocina ecuatoriana o algo similar en donde, casi por obligación, suele caber la palabra vanguardia.

-Si quieres hacer cocina ecuatoriana y luego cambiar las cosas, primero tienes que conocer las bases y gran parte de las recetas, y yo no las sé. No tuve la oportunidad de estudiar aquí ni de trabajar en cocinas de aquí. Hubiera querido hacerlo, pero no fue el caso, por eso nunca diré que lo que hago es cocina ecuatoriana, pero sí que trabajo con productos ecuatorianos.


***

Para 2012, doce años después de haber partido, la familia Ortega estaba de regreso. Tantas cosas habían cambiado. Toa Ortega, la hermana mayor, quien durante sus estudios en Francia se ganaba la vida como camarera, se graduó de arquitecta y formó una familia con Edwin Vacacela, un hombre de Saraguro que también había emigrado a España. Mariana, la menor, estudió la carrera de sumiller y había podido trabajar junto su hermano en varios de los restaurantes por los que él pasó. Samuel llegó junto a Cristina Ortiz Cabrera, su novia española desde que estaban en el colegio y quien, pese a que lo suyo era la administración de empresas, aprendió a cocinar porque más de una vez tuvo que reemplazarlo en algún restaurante. Todos, de diferentes formas, se habían acercado al negocio de la restauración. Parecía lógico que en el siguiente capítulo estuvieran juntos montando un restaurante.

Fue primero un local pequeñito frente al parque central de Saraguro, donde ofrecían postres y café. Cristina y Samuel trabajaban en la cocina y Toa y Edwin atendían la sala. La gente empezó a pedir más, entonces Samuel armó los platos con papas que hasta hoy son marca del restaurante: chauchas fritas, a la manera en que en España se hacen las patatas bravas, con diversos acompañamientos, entre ellos el cariucho de quesillo -un revoltijo de queso fresco sazonado con perejil- que su mamá le preparaba cuando era pequeño: una historia verdadera en un plato sencillo. La gente pidió aún más, y ellos querían complacer, pero se toparon con un fenómeno aparecido mientras vivían afuera.

-Debido a la emigración, la gente dejó de trabajar los campos –explica Toa Ortega un domingo de noviembre mientras atiende el bar del restaurante-. No había constancia en la producción, era muy difícil tener productos buenos y la gente se acostumbró a los enlatados, al arroz blanco, a los fideos, y hasta ahora muchos no saben lo que es un sambo o una mashua.

Entonces, los padres tuvieron que volver al campo para producir lo que se necesitaba en el restaurante. Construyeron un invernadero, sembraron hortalizas, criaron cerdos, gallinas y cuyes y se ocuparon de cinco vacas para tener leche y queso. Luego de tres años de funcionar en aquel pequeño local, el restaurante se trasladó pocos metros más allá frente a otro costado del parque, a una casa construida a finales del siglo XIX que estuvo abandonada por casi 40 años. Un día, los dueños de esa casa le pidieron a la arquitecta Toa Ortega que la restaurara, y ella dijo que sí pero con la condición de que le dejaran adaptarla para su restaurante y se la dieran en alquiler. Los dueños, además de aceptar, asumieron la inversión. La familia y una cuadrilla de obreros expertos en adobe, bareque, piedra y maderas antiguas, los materiales esenciales de la construcción, trabajaron durante ocho meses para levantarla de los escombros y darle la belleza que ahora tiene, con sus paredes crudas, sus columnas torneadas a mano, su magnífico jardín, la cocina abierta hacia un salón principal que no siempre está lleno, pero que con frecuencia reúne a jóvenes del pueblo y a turistas locales y extranjeros.

El círculo se cerró alrededor de la familia: Mariana, la hermana que estudió para sumiller, capacitó al personal en las tareas de cafetería. Imad, el menor de todos, apoyó con el diseño gráfico. Toa se concentró en la administración y Edwin, “el jefe”, en las compras y la relación con los productores.

El nuevo Shamuico se inauguró hace poco más de dos años y generó una pequeña revolución. Varios campesinos volvieron a trabajar sus tierras, seguros de que ese restaurante iba a adquirir sus hortalizas. Así, los señores Ortega pudieron dejar esa tarea y se dedicaron a mejorar sus quesos. En el pueblo aparecieron varios restaurantes de diversos tipos y a muchos chicos se les despertó el gusto por la cocina. Cada tanto, alguno llega a Shamuico para pedir trabajo, y lo mismo ocurre con gente de Machala y de Quito. Andrés Roa, un joven cocinero de 23 años que ahora es el segundo al mando de la cocina, vio la presentación que Samuel Ortega hizo en 2015 en el festival gastronómico Latitud Cero, en Quito, y quedó impresionado. Poco después, llegó a Saraguro para ponerse a prueba.

-Me gustó mucho –dice Roa-, no solo por el tipo de cocina sino porque Samuel es un cocinero muy abierto a las opiniones de los demás y tiene una mente muy creativa. Una de las primeras cosas que me dijo es que no lo llamara chef, porque un chef es alguien que ha creado una tendencia o ha logrado una innovación, y él cree que todavía no ha hecho eso, pero siempre lo está buscando.

La variedad en el menú de Shamuico no es un acto de grandilocuencia sino una muestra de esa búsqueda. Los platos juntan referencias españolas, productos locales y, cuando cae bien, la dosis justa de alguna técnica sofisticada. Para muestra, un bombón. Con una pata y parte del lomo del cuy se hace una especie de bolsa deshuesada que pasa por cuatro cocciones: a la brasa, al vacío, al horno y en fritura. El cuero queda crocante como el del chancho hornado y la carne jugosa se deshilacha. La bolsa, que puede ser vista como un bombón de cuy, va rellena de mote sucio y se acompaña con mellocos rosados y papas chauchas. Es apenas uno de los 12 platos que componen el menú de degustación, que se abre con una copa de guajango, una deliciosa bebida fermentada que sale del agave verde que abunda en la zona, y que se cierra con un postre que incluye helado de camote y mashuas confitadas.

La decisión de montar un restaurante de ese nivel en su pequeño pueblo ha tenido consecuencias. En los cinco años que lleva en funcionamiento, ni Samuel Ortega ni su esposa Cristina, y tampoco Toa y Edwin Vacacela, los socios principales, han recibido un sueldo estable porque la rentabilidad aún no llega. Por ahora parece que no hay mayor problema. Después de todo, están en casa.

-Con la Toa siempre hemos dicho que esta es una inversión a largo plazo –dice Samuel-. Tenemos que poner los cimientos para que nuestros hijos puedan disfrutar del trabajo que hacemos ahora.

Como si el optimismo del padre de la familia incidiera en cada detalle, incluso en el diseño de la carta del restaurante, en el borde inferior de las páginas se lee: “Respeto al riesgo, amor por el oficio y veneración por la calidad.”

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