Carmela de hierro

martes, agosto 13, 2019


Según el Ministerio del Interior, alrededor de 2 mil migrantes venezolanos ingresan diariamente a Ecuador por el puesto fronterizo de Rumichaca. Al llegar a El Juncal, muchos acuden donde Carmela Carcelén, una mujer inquebrantable que un día convirtió su casa en un hogar de acogida.

Es una mañana candente como casi todas las del año en este valle desértico al norte de Ecuador. Entre el agitado tráfico que circula por la carretera Panamericana, por detrás de la reverberación que se desprende del asfalto ardiente, se distinguen decenas de cuerpos lánguidos que cargan pertrechos malogrados y arrastran los pies. Todos en El Juncal saben que son venezolanos que han abandonado su país y que, sin otra opción, han empezado a caminar por un futuro incierto. Por eso, es muy probable que al llegar a la entrada al pueblo, alguien, quizá la mujer robusta que al filo de la carretera atiende un quiosco donde en un letrero se lee Batidos de tuna, les diga que ahí cerca hay una casa de gente buena donde ofrecen comida y un rincón para dormir.

La casa está a unos 100 metros de la Panamericana, sobre el camino que une El Juncal con el cantón Pimampiro. Tiene tres plantas y una fachada larga cubierta de baldosa, donde cuelga una placa que dice Dios bendice mi familia García Carcelén. La casa no es ostentosa ni lo que se diría humilde, se parece a varias del sector, pero se distingue de todas porque siempre tiene abierta la puerta de su garaje para que entren esos caminantes desolados.

Detrás de la puerta se abre un gran patio en forma de L, cuya esquina está cubierta por un liviano techo de zinc. Ya es el medio día y el sol golpea aún más fuerte. Hay unas 30 personas desperdigadas, hombres y mujeres jóvenes, un par de niños. A unos se los ve activos, queriendo cargar sus celulares en una toma múltiple; pero más son los que lucen pesarosos y ausentes. Todos están muy flacos, la piel inflamada, los ojos resecos, las ropas deshechas. Carmen Carcelén, Carmela, aparece y, pese a su cansancio notorio, es como si toda la energía existente se acumulara en ella. Lleva una licra y una camiseta holgada, y en la cabeza un turbante africano de colores opacos. Tiene 48 años, no es alta pero es maciza, su voz es honda y valiente. Se para en medio del patio y, sin mayor preámbulo, arranca el sermón que viene dando varias veces al día desde hace casi dos años: una mezcla de bienvenida y recomendaciones, de reflexiones morales y bromas, de pedidos y advertencias.

-Para yo poder seguir haciendo esta labor en mi casa, les pido que se porten bien. Si se van a quedar a dormir aquí y tienen armas, cuchillos, dénmelos y yo les devuelvo cuando se vayan, y si tienen drogas, desháganse de eso o mejor sigan su camino, porque eso aquí no se permite.

Es hora de almorzar. De la amplia cocina a la que se accede desde el patio, Jonathan y Carolina, venezolanos que llegaron en las mismas condiciones pero que se quedaron porque tuvieron una buena conexión con Carmela y ahora la ayudan en su labor, sacan platos con arroz, papas fritas y fideos, contundente mezcla calórica que dará energía a los caminantes. Luego de descansar un par de horas y darse un baño en la ducha habilitada para ellos, o en el río que queda junto a la autopista, muchos continuarán la marcha hasta que la noche les obligue a parar de nuevo y encontrar un rincón para guarecerse. El anhelo es llegar lo antes posible a su destino, la mayoría a Lima y unos cuantos a Guayaquil. Ya van caminando entre 11 y 20 días desde que salieron de su país y atravesaron toda Colombia, y a esta altura creen que en dos semanas más habrán terminado. Pero nunca se sabe, todo depende de cuántos aventones consigan, de cuántos camiones les “den la cola”, como dicen ellos, o de si, simplemente, ya no pueden más y tienen que estacionarse por unos días y dedicarse a pedir dinero para poder comer.

-Gracias por todo, madre –le dirán a Carmela cuando se vayan.
-Si están agradecidos, pórtense bien –insistirá ella.

Los que elijan quedarse a pasar la noche tendrán tiempo para relajarse, lavarán su ropa en el río o en la piedra de lavar de la casa si hay suficiente agua, porque en El Juncal cortan el servicio casi todos los días. Algunos ayudarán a pelar un costal de habas para la fanesca que Carmela ha ofrecido para mañana, y así gastarán la tarde mientras ven cómo, por esa puerta del garaje, siguen entrando otros como ellos, grupos de tres, de ocho, bebés en coches, mujeres embarazadas, los bolsos percudidos, los zapatos en hilachas. Y esos recién llegados también se quedarán a dormir, porque en poco caerá la noche. Y Carlos García, el esposo de Carmela, pasará un cuaderno para que se registren con nombre y número de identificación. Ya deben ir por los 10 mil desde que empezó todo. Y Carmela, que anda por ahí alborotada porque es la coordinadora de la iglesia del pueblo y debe ir a decorarla para la Semana Santa pero aún no ha podido hacerlo porque todavía tiene que cocinar, atender a sus hijos y hasta interceder en un lío amoroso de un conocido, volverá a aparecer en el patio para dar su sermón y ofrecer otro, y otro, y otro plato de comida.

Por la noche, como cada noche, llegará una comitiva de la Cruz Roja núcleo de Imbabura para brindar primeros auxilios médicos y psicológicos y facilitar un teléfono celular para que los migrantes llamen a sus familiares y les digan que ahí van, avanzando. Y esta noche, como cada tanto, habrá arepas. Carmela pedirá que cuatro mujeres migrantes se encarguen de prepararlas. Les dará dos kilos de Harina PAN, el ingrediente que para los venezolanos es una molécula de su adn, y cuando las coman, rellenas con un revuelto de tomate y sardinas, todos sentirán un fugaz y melancólico alivio.

Hacia las 21h30 Carmela dirá que es hora de dormir. Los huéspedes dejarán sus maletas en el patio y llevarán solamente artículos de aseo. La casa tiene nueve habitaciones para los miembros de la familia. Solo una del tercer piso, donde está la terraza, está habilitada para mujeres y niños migrantes. Para los varones hay una gran carpa blanca, propia de los campos de refugiados, que cumplió su papel en Manabí tras el terremoto de 2016 y luego Unicef se la donó a Carmela. Ocupa toda la terraza y adentro hay colchones y cobijas, mayoritariamente donados por particulares, para unas 40 personas. Hoy hay solo 22 en total. Más usual es que haya 50 o 60, y ha llegado a haber hasta 150, en esas noches locas en que todo el patio queda copado de gente.

Nadie entregó, como exigió Carmela, ningún tipo de arma. En ocasiones han dejado cuchillos, que quien los lleva suele decir que son para defensa propia y de los suyos. Pero sí hubo tres muchachos que, extrañamente, se marcharon a esas altas horas. Nadie les pidió explicaciones. Carmela solo espera que se porten bien.


*

Carmela Carcelén y su esposo Carlos García comercian frutas y verduras, particularmente aguacates y tomates, desde hace más de treinta años. Los compran a productores de la zona de El Juncal, los cargan en su camión Hino y viajan dos horas para venderlos en Ipiales, Colombia. Una tarde de septiembre de 2017 volvían de una jornada de trabajo y, al filo de la carretera, vieron a un grupo de muchachos que pedían la cola. Uno puso las manos en señal de súplica; otro se arrojó al piso; todos, alrededor de 10, lucían devastados. Les dieron la cola y, al llegar a El Juncal, Carmela les dijo que desde ahí podían continuar su camino o quedarse para comer algo y pasar la noche en su casa. Los muchachos se quedaron. Y así empezó todo.

La vida de la familia cambió drásticamente. El tiempo, los afectos, los recursos económicos comenzaron a volcarse en esa nueva tarea humanitaria. Carmela viajaba cada vez menos a Ipiales para poder cocinar y recibir a los venezolanos, y Carlos, al venir de vuelta con el camión vacío, se acostumbró a traer a los que encontraba en la ruta.

- 30, 40, los que sean, porque somos humanos, y eso aunque les moleste a los policías de tránsito, pero yo no les tengo miedo –dice Carlos al tiempo que se ocupa del registro de los visitantes.

En casa, cualquiera de los ocho hijos que estuviera presente (todos son varones, entre 29 y ocho años, cinco viven ahí) se dispuso a ayudar. Los chicos ya habían visto a su madre regalar bolsas con caramelos en Navidad a los niños del pueblo, y ya habían tenido que ceder su puesto en el comedor cuando algún menesteroso, a la hora del almuerzo de un día cualquiera, tocaba la puerta y pedía algo de comer. Pero eso que ocurría ahora, el entrar y salir de tanta gente extraña que empezó a ocupar sus espacios y acaparar la atención de sus padres, era algo nuevo y no, al menos al principio, del todo agradable.

-Al inicio sentía incomodidad porque no tenía mi privacidad. Además, muchos llegan y no saludan, o te piden las cosas de mala manera, y eso sí molesta, pero luego comprendí que más bien toca ayudar en esta situación.

Zamir García, de 22 años, es el cuarto hijo y, al igual que sus hermanos mayores, es alto, delgado y viste moderno en estilo deportivo. Dicharachero y extrovertido, es por ahora el que más asiste a su madre, ya que no ha podido encontrar trabajo en su ramo, la conducción de maquinaria pesada.

La vida en el Juncal también tuvo sus cambios, sobre todo desde el día en que Carmela se paró en el púlpito de la Iglesia y, dando a conocer su decisión, pidió al párroco y a los feligreses que la apoyaran. Hicieron un par de colectas, que Carmela usó para que unas cuantas personas pudieran llegar en bus hasta Lima. Desde entonces, en el pueblo no faltan los detractores, incluso los que acusan a los García Carcelén de coyoteros; pero también son varios los vecinos y familiares que la apoyan directamente, y están los que, incluso de manera anónima, le envían víveres, ropa, un colchón.   

De otro lado, los representantes del Estado, cuando han aparecido, dice Carmela que ha sido para entrabar las cosas. Alguna vez llegó una comitiva de funcionarios de salud para decirle que el asunto se le iba a salir de las manos, que las condiciones sanitarias eran inadecuadas, que pusiera un límite. Llegaron también el intendente y la ex gobernadora, más o menos alevosos, para casi ordenarle que parara su gestión. Fue ella quien se paró fuerte y les dijo que en su casa nadie le daba órdenes, que cómo podía decirles a los venezolanos que ya no vinieran, que ellos, los funcionarios, podían tener estudios y títulos, pero que no tenían corazón.

-Pueden conocerme como una negra maleducada, pero yo me he comportado de acuerdo a como han venido –explica Carmela.

A nivel de instituciones no gubernamentales, además del apoyo que brinda la Cruz Roja está el que ofrece la Organización Judía Global HIAS, que se enfoca en la atención a personas de la tercera edad, niños y mujeres embarazadas, y por lo general subvenciona los pasajes en bus para que lleguen a su destino. Por lo demás, aparte de la inversión propia que Carmela sigue haciendo, la ayuda viene, casi exclusivamente, de particulares, sobre todo desde que en marzo de este año circulara por redes sociales un video que realizó Acnur y la labor de esta mujer generosa cobrara notoriedad. Así pueden llegar a su casa un quintal de azúcar o unas cuantas almohadas; bolsas con ropa usada y una dotación de pasta dental. Carmela acumula todo y lo va distribuyendo con buen cálculo: un jabón para que se bañen los de un mismo grupo, medias para quien no las tiene, toallas higiénicas para las mujeres.

En un momento de su agitada tarde, Carmela se sienta a conversar con una representante nacional de la Cruz Roja, que ha venido a preguntarle cómo van las cosas, qué es lo que más necesita. Carmela le dice que, sobre todo, necesita jabón, champú, toallas sanitarias, cobijas, pero que todo aporte es bienvenido, porque sus finanzas están quebradas. Debido a eso, confiesa con algo de pena, debe 640 dólares por el consumo de energía eléctrica, y 228 dólares por el de agua.

-¿Pero cómo le voy a decir a esa gente que no lave su ropa?

La representante de la Cruz Roja se despide, y le recomienda que, cuando lleguen sus colegas por la noche, aproveche para ella también hacerse una “descarga emocional”. Carmela dice que lo hará, que lo necesita.


*

Dayana tiene 28 años, y vivía tan cómodamente en la casa de su padre que nunca había tenido que cocinar. Pero hace un año y medio debió salir de Venezuela porque todo se vino abajo, y llegó caminando a Guayaquil. Se puso a pedir dinero en un redondel, y una mujer que le dio unas monedas le dijo que había trabajo en una camaronera en la vía a la Costa. A los pocos días, ella, que nunca había cocinado, estaba preparando seis comidas diarias para 30 personas. Ahora estaba haciendo de nuevo la ruta porque fue a encontrarse con su novio en Colombia para juntos instalarse en Guayaquil. / Este joven tiene 17 años, pero aparenta menos pese a su bigote ralo. Le preocupa que, al cruzar Ecuador, aparezcan grupos vandálicos que agreden a los venezolanos. En Colombia debió huir de los barras bravas de algunos equipos de fútbol. Los más violentos, dice, son los del Deportivo Cali. / Jefferson tiene: 23 años, una fuerte afectación en los riñones, el cuerpo devastado por 12 días de caminata desde Cúcuta, unos zapatos casi sin suelas, sus pies con llagas, un bolso en el que lleva tres camisas, tres pantalones y un suéter. Tiene la esperanza de llegar a Perú y encontrar un trabajo para enviarle dinero a su abuela, la persona que más ama. El nombre de ella está tatuado en su brazo derecho: Isabel. / La mirada de este hombre es triste, y todavía tiene en el cuerpo el suplicio que le causó el frío del páramo de El Ángel, en la provincia del Carchi. Allí presenció lo peor que por ahora le ha dejado su aventura: había caído la noche y en medio de un puente vio un alboroto. Una joven se había lanzado al precipicio. La gente que estaba alrededor contaba que, poco antes, a la mujer se le había congelado el bebé que llevaba en brazos.

*

Carmela se acostó tarde, pero a las tres de la mañana estaba en la cocina “parando las primeras ollas” para la fanesca: habas, choclo, fréjol rojo. Volvió a descansar unos minutos y a las 5 estaba de nuevo en pie. Limpiaba, acomodaba, removía el contenido de las ollas y preparaba otras con nuevos ingredientes, todo con un brío extraño, entre agotado e inquebrantable.

-Mi vida siempre ha sido ocupada, y ahora más, pero me gusta mantenerme así. Además, comparto con mis hijos, nos reímos, eso hace que mi vida tenga sentido. Pero, claro, sé que sin Dios no lo podría.

Hacia las 06h15 aparecen en el patio los primeros huéspedes, entonces Carmela empieza a pensar en el desayuno. Poco después llega su hijo John Pool, de ocho años, para decirle que su uniforme de la escuela está húmedo. Ella improvisa una parrilla con un estante de metal y pone a secar el uniforme sobre la estufa. Enseguida remueve cuatro grandes ollas humeantes y sigue limpiando los mesones de baldosa. El día entra, de nuevo, en su ciclo ordinario. Para el desayuno ofrece café, pan y huevos duros. Luego de comer, la mayoría de migrantes retoma el camino. Unos cuantos se quedan porque quieren probar la fanesca. Las horas pasan y se repite el trajín. Empieza a llegar gente nueva, y ahora el sermón de Carmela incluye una explicación sobre el significado de la Semana Santa. Hacia la una de la tarde hay unas treinta personas y al fin están listas tres enormes ollas de fanesca. Les sirven platos generosos y bien decorados. Se los comen rápidamente, dicen que les gustó, agradecen, pero es notorio que en su cabeza hay cosas más importantes que la profunda estimación de una comida ritual. Para ellos la fanesca será provisión energética y un buen recuerdo. Se van, y otros vienen, y vienen también vecinos y familiares para llevarse en ollas su porción de fanesca. Cuando ha pasado el ajetreo, Carmela sale al patio y, dando una honda exhalación, se desploma en una silla y se seca las manos en su delantal. Como si no hubiera tenido suficiente con alimentar a tanta gente, toma su celular y deja un mensaje de voz en el grupo de Whatsapp Venezuela en El Juncal, que reúne a venezolanos que se han instalado en el pueblo y a personas que le ayudan en su misión.

-Vengan a la casa, hay fanesca para todos.

(Mundo Diners, julio de 2019)
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