1800 fotografías
miércoles, agosto 31, 2016
Murió. Me lo acaban de confirmar. La tarjeta que contenía
las fotos de un viaje único no sirve para nada. Cinco semanas de una travesía
en familia por Tailandia y Camboya. 1800 fotografías y unos cuantos videos.
Borrados.
No tiene caso explicarlo, lo elucubro. Dejé metida la
tarjeta en la ranura de la computadora, y se recalentó. Guardé la computadora
en su estuche y la llevé en la mochila de arriba abajo. De un día al otro, el
contenido era ilegible. Un descuido. Un exceso de confianza. Una torpeza. Mi
gran culpa. Los técnicos que intentaron recuperar las fotos me lo anunciaron con
solemnidad: “desgraciadamente no se pudo”.
Las fotografías son más que un puñado de recuerdos. Son un
documento, un modo de observar, un esfuerzo estético, un intento de diálogo,
una forma del asombro. Para quienes llevamos siempre una cámara en la maleta,
las fotografías son, incluso, más que un hábito: son la traducción de nuestra
postura ante la realidad. Cartier-Bresson lo dijo claramente: “Fotografiar es colocar la cabeza, el corazón y el
ojo en una misma línea de mira. Es una forma de vida”.
Las
fotografías de viaje tienen, además, el aura del acontecimiento extraordinario:
sobrepasan el mero registro de un recorrido y se convierten en el sustento de
un relato, en las piezas de un diario. 1800 fotos de un viaje familiar, aunque
la familia no aparezca en el cuadro, son la radiografía de un estado del alma.
Leonardo Da
Vinci sostenía que la pintura se hacía primeramente en el espíritu de quien
la imaginaba -un asunto de luz, sombra, color, volumen, figura, distancia,
proximidad, movimiento y reposo capaz de concebirse de manera mental, sin
necesidad de trabajo manual. Lo llamó la cosa mentale. Cartier-Bresson
adoptó la noción pensando en la fotografía, no solo como un atributo ajustable
a la naturaleza de su proceso creativo sino también como una coartada. El
fotógrafo se valía de la cosa mentale para guardar en su espíritu las
imágenes que no podía atrapar con su cámara. Su biógrafo, Pierre Assouline, lo
menciona al hablar de las ocasiones en que Cartier-Bresson se quedó sin
película. Quién sabe cuántas veces le ocurrió, probablemente no muchas,
seguramente no 1800 veces.
La cosa mentale es quizá un recurso ante la imposibilidad de la toma,
un aliciente para lo que no ha podido ser. Pero lo que sí se hizo y
desapareció, así, implacablemente, necesita algo más. Acaso la cosa
sentimentale.
Me queda
también el ejemplo de lo asombroso. Evgen Bavcar es un
fotógrafo ciego que fue ciego antes de ser fotógrafo. Perdió la vista a los
once años y comenzó a hacer fotografías a los dieciséis. En el plano teórico, Bavcar,
que también es filósofo y escritor, se sitúa más “cerca de los que no consideran la
fotografía como una porción de la realidad, sino más bien como una estructura
conceptual (…) Más cerca de un fotógrafo como Man Ray que del formato del
reportaje.”
El principio de
Bavcar coincide con el de da Vinci y con la asimilación hecha por
Cartier-Bresson, pero como en estas circunstancias me es más útil un incentivo anímico
que un sustento teórico, me quedo con la admiración a un hombre que hace fotos que
no puede ver. Al menos como las vemos los demás.
Eso, seguimos viendo.
Tomo la cámara y salgo a caminar.
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