Lo importante con los proyectos que se sostienen en el tiempo es que avancen en calidad. Así ocurre con el FestivalFFF, que en su edición número seis ya deja señales de ser bastante más que un puñado de corazones entusiastas y un par de parlantes de discomóvil. A sus principales organizadores, Tania y José Luis, se los ha visto (yo mismo) ejerciendo de relacionadores públicos por arriba y por abajo, con todo lo que ello implica, así como participando de las contiendas político-organizativas que desde la oficialidad se han impulsado para articular a los bullentes gestores culturales y a sus propuestas en procesos de eficiencia y acción. Con ese trajinar era de esperarse que ambos aprendieran a mejorar cada peldaño del proceso de producción de un festival de esta envergadura. Y eso se nota a las claras. Este año la seguridad fue efectiva, el sistema de audio adecuado en poderío, la promoción pareció amplia y en consecuencia la asistencia de público reflejó cifras importantes.
Tal vez la innovación más acertada fue la inclusión en la programación de esta edición de un nuevo escenario, dedicado a presentar bandas y proyectos personales o de dúos que desde la organización recibió el nombre de Vanguardia Electrónica. Eso de Vanguardia me provoca ruido porque considero que éste, tanto como el otro escenario, llamado Vanguardia Rock, reunieron a bandas que, si bien están formando una escena y en algunos casos consolidándose como exponentes de sus géneros y legitimándose frente a un segmento de público que se mantiene fiel, significan los agentes de un proceso en construcción y de un ambiente musical al que, por diversas razones, tanto de estructura macro como de accionar particular, aún le falta camino por andar para ubicarse dentro de un panorama que pueda jactarse de sostener lo que se considera propiamente una industria musical. Todo esto, evidentemente, sin desmerecer en absoluto la posición que detenta cada banda en su respectivo ambiente musical.
Tema aparte es la valoración de una posible industria ajustada a la medida de las condiciones culturales, sociales, políticas y de mercado de determinados rincones del mundo. En esto tal vez valga la comparación de lo que son las disqueras multinacionales frente a las indie: similitudes a escala con operatividad y resultados, así mismo, relativos. Sin embargo, cuando se utilizan términos y por ende valoraciones generalistas, habría que hacer referencia a los usos y aplicaciones de éstos en los contextos, de igual forma, universales. Por lo tanto, decir vanguardia electrónica o vanguardia rock es, desde mi perspectiva, una desproporción peligrosa que corre el riesgo de hacer creer a los participantes de ellas artífices definitivos de todo un armazón resuelto, cuando –y eso es lo interesante, lo desafiante, lo pasional- se trata de un campo en actual desarrollo, con entradas y salidas de propuestas que enriquecen y dinamizan esta escena púber de la música moderna ecuatoriana.
Para hablar de vanguardias primero deberíamos construir dioses, preceptos, tendencias, paradigmas, luego destruirlos y ser capaces de ponernos a bailar sobre sus criptas haciendo coreografías argumentadas y lo suficientemente calificadas como para sustentar las afrentas. Tengo la sensación de que hoy por hoy desde el arte contemporáneo se está tratando de hacer esto con Guayasamín. Habrá que ver qué se logra. Y cómo.
Cuando por ahí aparezcan una banda de metal o un rapero zagaz capaces de acabar con cualquier escenario, en una significancia que equivalga a la presencia del inodoro de Duchamp dentro del museo, entonces podríamos hablar del surgimiento de una vanguardia.
Decía que, no obstante, la inclusión en el programa de esta tarima significó para mí lo más atractivo del festival porque inscribió en el entorno de un evento grande la posibilidad de que se exhiban proyectos que se maquinan en cuartos traseros y que apenas logran salir a exponerse en la guarida del amigo entusiasta. Al ser esto así, se permite poner a consideración del público, de la prensa, de los auspiciantes y de los mismos músicos propuestas que tampoco atraviesan con regularidad sus imaginarios musicales, profesionales, comerciales y mediáticos. En definitiva, la escena en desarrollo fortalece sus pistones incluyendo diversidad y buenas perspectivas.
De lo apreciado por mí destaco a Spitirual Liryc Soud por una apuesta por la música negra, cadente, de guetto tropical, aunque en su discurso básico siga apareciendo la sentencia trillada “estamos en contra del sistema porque nos oprime”. Aún así, buen groove y gran actitud de los MC´s.
Para los comentaristas espontáneos (yo incluido), con el derecho que les asiste por ser público melómano, se destacaron Dj Zyborg y la tropa de raperos que se treparon a improvisar, y con una propuesta parecida El Pequeño Juan y La Electro Band Sonora.
Asunto entre paréntesis es la extravagancia de Lucho Pelucho y su noise ecléctico. Para quien entienda de eso y sepa disfrutar de descargas caóticas, alaridos dolientes y retumbes controlados con un volante para juegos de video, sabrá que en Ecuador existe una especie de gurú catatónico. El resto de mortales seguiremos prefiriendo la cadencia, las melodías con cabeza y pies (aunque para todo hay cabezones y patudos, claro) y la concisa articulación lingüística.
En el escenario rock me atrajo Durga Vassago, aunque no sea el tipo de música que me calce en los audífonos en un trayecto de Ecovía. Su metal experimental, bastante bien instrumentado y sostenido con contundencia por una voz realmente enérgica, explotó los ánimos de una concurrencia que empezaba a achicharrarse bajo el sol carnavalesco de Ambato.
Luego esperé a los peruanos Space Bee por tanto que había escuchado sobre ellos durante el último mes. Supe que anduvieron en Guayaquil y que tenían preparadas algunas presentaciones en Quito, es decir, han estado y estarán en Ecuador durante algunas semanas, y que una banda haga eso en un país extranjero es suficiente motivo de atracción. En más, queda escuchar la música. Un sonido y hasta una actitud completamente británica en una banda peruana de jóvenes más españoles que incas. Un cantante rubio con pandereta en mano que a ratos se calzaba una guitarra dorada y que pegaba cadereadas más a lo Liam Gallagher que a lo Mick Jagger, o sea, conservadoras. Grandes armonías vocales y lindas, lo que se puede llamar así, melodías de un soft rock que a ratos se ponía levemente sicodélico y que en el fondo operaba con corazón indie. Buena banda beatlesca con aromas Oasis y pretensiones Radiohead. La incomodidad, desde mi punto de vista y del de todos los críticos avezados con los que crucé opiniones: el que canten en inglés. Simplemente nos preguntamos porqué si la única canción interpretada en español fue la más bonita. Es eso de la cercanía y la identificación con el contexto de uno, que es el mismo de ellos, lo que dejó un vacío. Es eso de la eterna relatividad en las valoraciones estéticas.
El primer gran punto elevado, de los dos cruciales que destaco, se dio con la presentación de Biorn Borg. Gran desfachatez rockera en cada uno de sus miembros, y una mención especial para la dulzura de la cantante que se esfuerza por mostrarse maliciosa, sentándole bien las intentonas. Temas punzantes, la mayoría, de un rock que es eso, rock entero, más allá de venir arropado de lo garage, de lo new wave, de lo post punk, de lo revival y de lo indie. Y hasta ahí nomás sobre ellos porque preparo en paralelo una reseña de su disco, y no me gusta repetirme.
Considero que la de Can Can no fue una de sus buenas actuaciones. Faltos de energía como estaban, pusieron a gran parte de la audiencia a acomodarse a los costados del parque, donde los montículos de césped permitían asentar la espalda y, en mi caso, a poner a descansar los párpados.
Nepentes, de Medellín, va muy a lo Rage Against The Machine, especialmente en la voz del cantante, que hasta introduce frases colindantes entre las estrofas a la usanza What better place than here, what better time than now, de Zack De la Rocha. Por detrás, cuando la música se volvía un hardcore rap con grooves cabeceables, se reconocía la potencia del Molotov más duro. Sin embargo, se ganaron al público con su discurso político de paz, hermandad y unidad. La clave: “no importa que dos pendejos se peleen, nosotros, los pueblos de Colombia y Ecuador, somos hermanos”. Aún más se llevaron en sus valijas a este pueblo cuando el bajista regaló un bajo que imprudentemente lo lanzó al público en la mitad de su concierto. Ls consecuencia: hasta cuando estaba por aparecer la siguiente banda en el escenario, quienes alcanzaron a agarrase de al menos una clavija, se disputaban a tirones agresivos el Fender (creo que era un Fender).
Con Sudakaya el juego está ganado de entrada siempre que juega local. Pero no solo por eso, sino porque con los años ha mantenido un trabajo equilibrado que le permite para este punto mostrar un repertorio amplio resultante de dos discos y un EP, además de un desfogue de energía que, sin ser exageradamente efusivo, llega a conectar adecuadamente con un público adulador. Un par de cambios se presentaron en su alineación: a la salida de Xavier Muller le suplantó en los teclados El Huevo (no conozco su nombre), cabeza de La Piñata, y en las percusiones se instaló Daniel en lugar del Ruco. Esta vez las percusiones ya sonaron de verdad, pero los teclados no tanto. Es cierto que por problemas técnicos salieron un momento del aire.
Con Tom Cary me ocurre lo mismo que con Lucho Pelucho, no por nada el guitarrista de la banda española se sumó a armar barullo en la presentación del proyecto solista del Mileto. Al menos para mi gusto del momento, demasiada experimentación, demasiado libertinaje compositivo que, extrañamente, resultó paradójico con los patrones de batería realmente monótonos de un músico sobreexitado que se pasó de insensato presionando a la gente a apoyarlos, con puteos y hostiazos incluidos.
En la noche, en medio del festejo post festival, al borde de la piscina del ya legendario (para el rock local e internacional) hotel La Pastorella (carretera Panamericana Sur, entre Salcedo y Ambato), comentando los pormenores de la jornada, a Xavier Muller le pregunté qué tal le había parecido Tom Cary, a lo que él me respondió que prefería Mariah.
- ¿Cómo?
- Carey, Mariah Carey.
Y de ahí el asunto se degeneró, como suele pasar, hasta que llegamos a Jim Carrey y entonces decidimos parar.
Tanque fue sin duda el pico del festival. Aunque no es buen negocio cerrar ninguna jornada musical extendida porque el público se cansa y hacia el final comienza a despoblar los patios, quedó suficiente para armar iracundos remolinos de melenas húmedas. Con su consabido y a ratos exagerado desprecio público por los hippies (esta vez se les incluyó a los emos), Tanque arremetió con un repertorio que, de no haber sido porque la lluvia empezó a caer de nuevo en Ambato y para entonces se había dejado desprotegida la consola de controles y su daño podía ser inevitable si llegaba a pegarle el agua, iba a extenderse durante al menos una hora. No obstante, el repaso de buena parte de su último disco, más los clásicos de la infancia rebelde, cuando los niños pudientes del punk pateaban piedras en la calle, fue suficiente para desatar la euforia completa de hasta los más duros en preferencias. El torbellino rockero, impulsado por un Muller resuelto a expulsar ira haciendo de su guitarra (más que de su voz, a ratos perdida entre las estridencia del grupo completo) un cañón recargado, se complementó bien con una pirotecnia que tras los primeros bramidos supo calzar a ritmo con determinados kicks de los temas de Tanque, y así otorgarle una atmósfera festiva, potente y exitosa a la sexta edición de un festival que parece ir para mucho más.